He advertido, sin embargo, que tal término posee dos significados muy distintos: uno que consideraba que podíamos dar cuenta del carácter de la realidad a partir de nuestra capacidad de observarla directamente. Está fue la concepción ontológica de los antiguos. Con la Modernidad, sin embargo, éste primer camino fue considerado ingénuo e inadecuado y se planteó la necesidad de subordinar la respuesta sobre el carácter de realidad, a la respuesta que damos a la pregunta sobre el carácter que posee la forma de ser de los seres humanos. Se argumentó que la única realidad de la que podemos dar cuenta los humanos es aquella que a nosotros se nos presenta, de acuerdo a cómo somos.
La inquietud ontológica se fue desplegando progresivamente durante todo el desarrollo del pensamiento filosófico moderno, haciéndose distintos aportes que culminan con la filosofía de de Martin Heidegger, quién es el primero en articular una mirada propiamente ontológica de manera comprehensiva y coherente. Para llegar a Heidegger hubo que transitar por diversas contribuciones filosóficas y desde que éste desarrollara su concepción, se hicieron otros aportes no menos importantes.
Pero antes de Heiddeger, Friedrich Nietzsche ya nos había planteado que los seres humanos estábamos atrapados en una concepción sobre la realidad y sobre nosotros mismos que nos impedía vivir nuestra existencia plenamente; una concepción que nos sumía en una profunda crisis de sinsentido, crisis que él denominó el nihilismo. Para superarlo era necesario, de acuerdo a sus planteamientos, liberarnos de una interpretación que era la que nos hundía en esa crisis, interpretación ya había dejado de servirnos: el programa metafísico. En una de nuestras tempranas columnas, explicamos en qué consistía el programa metafísico, por qué éste nos sumía en el nihilismo y la necesidad de liberarnos de él.
Lo anterior marca el desarrollo de la filosofía moderna. Ello define la lectura que personalmente hago sobre su despliegue en el tiempo. Durante su transcurso, se realizan progresivamente avances que, poco a poco, van abriendo la posibilidad de una mirada radicalmente diferente sobre la realidad y sobre los seres humanos: una nueva mirada ontológica. A los avances registrados desde la filosofía, pronto se le suman contribuciones que provienen desde el desarrollo de las ciencias. Cada una de mis columnas ha procurado identificar cada uno de estos pasos y mostrar la manera como cada uno de ellos ha ido contribuyendo a generar condiciones para acometer una mutación fundamental en nuestra mirada al mundo, a los seres humanos y al tipo de existencia que nos corresponde vivir.
Cada columna nos ha proporcionado una hebra diferente hasta llegar a un punto en el que éstas permiten ser recogidas, permitiéndonos convertirlas en un sólido tejido desde el cual orientar nuestras vidas de una manera diferente y sortear el nihilismo. Todas a cada una de estas hebras culminan en la posibilidad de articular una nueva mirada, radicalmente distinta de la metafísica, inaugurando una nueva etapa en la historia de la Humadidad. Este punto de convergencia, este lugar en el que reconocemos que las columnas han sido afluentes de un gran y único caudal, es lo que llamamos el “claro ontológico”, tema de nuestra última columna. El “claro” tiene el efecto de subsumir todas las columnas anteriores en una perspectiva única. De convertir la diversidad de los temas tratados en cada una de ellas, en una unidad. En ello reside su importancia.
Ello puede darnos la impresión de que hemos llegado el final de nuestro trayecto. No es así. En rigor, sólo nos hemos situado en un nuevo inicio. Una vez alcanzado el “claro ontológico” es preciso ahora mostrar cómo éste está construido, cómo los aportes diversos previamente examinados, se integran y se articulan en una nueva unidad, cómo cada contribución se muta en componente de una estructura conceptual armónica y coherente. Muchos de los temas previamente abordados en las columnas anteriores deben volver a aparecer bajo una luz distinta, la luz que les provee precisamente el “claro”. Los temas previamente abordados se convierten ahora en componentes capaces de acoplarse mutuamente en algo mucho mayor que ellos, produciendo un efecto que ninguno, por separado, podía previamente ofrecernos. Lo más importante, en consecuencia, esta por venir.
En este momento, sin embargo, nos vemos obligados a suspender nuestro trabajo. Debemos cerrar nuestras columnas. Lo que viene nos exige un trabajo que requiere de condiciones distintas de las que hemos tenido hasta ahora y de tiempos que superan los lapsos quincenales que han separado a nuestras columnas. Ello me obliga a detenerme y a despedirme. El trabajo que queda pendiente lo realizaré a través de otros medios, a un ritmo distinto, dentro de una lógica que no puede ser aquella que ha animado hasta ahora a las columnas. Ese trabajo se hará público de una manera diferente y las reflexiones que en él se expresen, serán dadas a conocer a través de un medio más adecuado al que utilizamos hasta ahora. Espero que quienes se convirtieron en fieles lectores de estas columnas, puedan seguirme también en lo que daré a conocer en el futuro.
Habiendo dicho lo anterior, procedo por lo tanto a despedirme. Espero que el trabajo acometido en estos últimos 9 meses, estimule a muchos a seguirme y a desarrollar sus propias aportaciones, en los temas que estimen pertinentes. Nuestra profesión requiere de la reflexión rigurosa de muchos y deseamos que la disciplina del coaching ontológico reuna no sólo a sólidos profesionales, sino a practicantes reflexivos. Estamos tan sólo en el umbral de una nueva mirada y ella requiere ser desarrollada mucho más allá de donde hoy se encuentra. Esta es una tarea en la que todos estamos invitados. Ojalá que estas columnas animen a muchos a tomar este desafío.
Al despedirme estoy obligado a realizar algunos agradecimientos. En primer lugar, a Alejandro Marchesán, con quien compartí la dirección de la Ficop, durante su primer año de existencia, y con quién conversara sobre la importancia de producir las columnas. En segundo lugar, a Daniel Rosales, actual Presidente de la Ficop, quien se sumara entusiastamente a la idea de continuar con ellas. En tercer lugar, a Hugo López, quien me regalara parte de su tiempo para leer mis borradores y corregir mis giros y errores, antes de que cada columna fuera publicada. Hugo ha sido extremadamente generoso y un aporte indispensable en el resultado final de cada columna. Por último, a Alicia Pizarro, mi entrañable y permanente colaboradora en esta travesía, con quien he debatido gran parte de los temas que he desarrollado en estas columnas y quien, desde la distancia, ha influido en mucho de lo que he presentado en ellas.